La anguila que vi a los siete años en el barro de las aguas someras del mar y que, después de haberle pedido al pescador en el muelle un arpón grande y haber saltado al mar, logré atravesar en el primer intento; la anguila que luego se enroscó alrededor del arpón lanzándose con su boca hacia mi mano con la que sujetaba el arpón mientras nadaba como obseso hacia la playa; la anguila que luego agonizaba en convulsiones durante una hora entera en la arena y, a pesar de ello, enroscada alrededor del arpón, seguía silbando venenosa hacia mí; precisamente aquella anguila fue la que se metió en mis sueños y que luego, noche tras noche, año tras año, serpenteaba a través de mis pupilas pariendo crías vivas dentro de mi cráneo, cada noche más y más, centenares de ovillos fríos, de modo que me despertaba por la presión y me explotaba la cabeza; precisamente esa anguila, la que maté con un arpón a los siete años, luego vivió durante mucho más tiempo del que pudiese vivir cualquier otra anguila.
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